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1342. Recordando a Carmen Laforet

Carmen Laforet Díaz
(Barcelona, 6 de septiembre de 1921 - Madrid, 28 de febrero de 2004)


Del silencio mortal caído sobre España una vez conclusa la guerra civil se ha levantado ahora un testimonio que, quienes participamos de cerca o de lejos en aquella tremenda lucha, deberán escuchar temblando: la nueva generación, que padeció la catástrofe desde el margen de la infancia, irrumpe a la existencia histórica para pronunciar su palabra propia. Palabra llegada, por lo pronto, bajo la forma de relato fingido… Hace, en efecto, poco más de un año constituyó acontecimiento literario la aparición de una novela, el nombre de cuya autora –desconocido entonces y pronto divulgado- pertenecía a una muchacha de veintidós años. Ese nombre era Carmen Laforet. El título de su libro se reducía a esta singular palabra: Nada. Su revelación suscitó enseguida, y todavía sigue suscitando, comentarios diversos en toda el área de nuestro idioma. 

Considerar este libro en la actitud, entre cauta y suficiente, con que la crítica profesional recibe de ordinario la producción primera de un autor nuevo, sobre que resulta siempre un tanto ridículo, es en la ocasión de todo punto inadecuado. El suceso literario -la vibración de una voz distinta y genuina entre los melancólicos acentos con que consuman el destino de sus postrimerías aquellos viejos maestros a quienes no cupo la suerte, dichosa a su manera, de Unamuno y Machado; entre la recatada, casi inaudible queja con que destilan otros el jugo secreto de una desconcertada madurez; entre el monótono trabajo nauseabundo de la gusanera escribidora- el suceso de esta voz fresca, aunque transida de dolor y empañada por la angustia, rebasa cualquier estricta significación literaria para asumir un sentido mucho más hondo: es la señal que de sí misma ofrece una generación recién llegada. La discusión acerca de las calidades imaginativa o estilística manifiestas o prometidas en el libro, acerca del grado de su realización o frustración artística, se hace baladí ante dicho significado. Pues ya no interesa tanto apreciar el mérito de la obra, ni discutirlo, como apurar su valor de documento: es ante todo un mensaje cuya sinceridad lo destaca con vigor enorme sobre la rala y rastrera producción libresca rendida por España en estos años, mensaje primero, y, hasta hoy, testimonio único de esa generación española que, todavía en la infancia, hubo de sufrir la guerra sin el apoyo que, contra sus horrores, pudiera acaso prestar la pasión a los adultos combatientes.

No se diga que, por tratarse de un caso individual, ha de ser, cuando no ilegítima, sospechosa la inferencia generalizadora: cada generación trae consigo su tono propio, que la define por encima de las diversidades de temperamento, ideología e intención. Un solo trazo de una sola mano basta ya a marcar en el tiempo el signo espiritual por el que toda ella se distingue, con tal de que ese trazo delate la autenticidad vital que nadie, creo yo, discutirá al libro de Carmen Laforet.

Quince años era la edad de su autora cuando se desencadenó el gran torbellino que asolaría la tierra. Cinco años después de acabado, esta muchacha, irguiéndose sobre las ruinas, contempla con extrañeza el mundo en torno, y lo interpreta según la experiencia de su vida. Carácter autobiográfico se ha insistido en atribuir a su novela. En definitiva, toda creación artística –es bien sabido- puede valer en algún modo de autobiografía. Si hay aquí una muy escasa elaboración y reajuste de los materiales de aquella experiencia vital, eso no restaría por sí mismo alcance a la obra, ni siquiera en el orden estético. El que precisamente ellos, tal cual se encuentran dados, hayan sido percibidos como relevantes, decisivos y dignos de obtener expresión espiritual, el que por entenderlos cargados de sentido se les haya querido dar una proyección artística, es lo que importa: han sido captados como significativos; de expresión vital han pasado, mediante el acto creador, a constituirse en documento de una actitud frente al mundo. Que esta actitud no corresponde a la sensibilidad de un exquisito extravagante, lo atestigua a su vez el éxito mismo logrado por la novela en España: es el documento, no tanto de un alma, como de toda esa generación, que abrió sus ojos a un horror del que era inocente y que, sin embargo, debía marcarla a hierro y fuego. “Es difícil –escribe Carmen Laforet- entenderse con las gentes de otra generación, aun cuando no quieran imponernos su modo de ver las cosas”. Y esta observación trivial, único enunciado abstracto, quizás, que la novela contiene, es en verdad su clave: una cesura insalvable separa a la generación joven de aquellas otras, anteriores, con quienes está conviviendo y de las que depende, pues todavía ocupan el plano de la decisión histórica, ya que no pueda decirse que la gobiernan.

¿Cómo ve a sus mayores esta joven estudiante, que en primera persona, escribe la novela de una joven estudiante? ¿Cómo ve a las gentes situadas al otro lado de la grieta generacional? Son gentes desquiciadas, desvencijadas, rotas, caídas al borde de la demencia; gentes cuyo vivir carece de rumbo y de sentido: son los protagonistas de la guerra civil.

Quien tenga presencia de ánimo para mirarse en ese espejo, para mirarse en los ojos implacables (al mismo tiempo que infinitamente piadosos) de los hijos, encomiéndese a Dios; quien no, piense si gusta que se trata de un espejo cóncavo:puede consolarse regateando exageraciones…

“Román había sido el espectro de un muerto. De un hombre que hubiera muerto muchos años atrás y que ahora se volviera por fin a su infierno”, dice la autora a propósito de uno de sus personajes, loco malvado y seductor que se suicida tras haber ejercitado en vano su inútil poder sobre las vidas que lo rodeaban. Pero ¿qué son, sino muertos que se sobreviven, todas las demás figuras?: el otro loco, furioso y lleno de ternura; la mujer estúpida, manejada por los impulsos más violentos; la solterona desconcertada en su fracaso; y, sobre todo, esa patética anciana que nunca duerme, único personaje de la novela al que, en la total ineficacia de su bondad, llega, desde la otra orilla del tiempo, la simpatía plena de la generación de los nietos.

Con su protagonista, la autora busca en esos abismos, siempre de sorpresa en sorpresa, de asombro en asombro, hasta desembocar por todas partes en la nada. Jamás la literatura española conoció una desesperación tan absoluta, un tan radical nihilismo; se diría que la guerra civil ha consumido las últimas fes y, con ellas, cualquier sentido de la existencia humana. Y lo que más desoladora hace esta visión del mundo es el no aparecer torcida ni forzada por propósito alguno: la novela ni envuelve tesis, ni responde a doctrina filosófica, política o estética, así como tampoco refleja la influencia de modelos definidos; en ella, una mirada limpia, fresca y denodada atraviesa un medio turbio, febril, quebrado, viscoso… Se limita a presentar testimonio.

Ante ese vacío lúcido, ante el testimonio de la nada, hay que echarse a temblar; pues, en almas excelentes como la de esta criatura que tiene todavía el valor de aportarlo, es pura desesperación; en el rebaño, brutalidad y cinismo. Y hay que echarse a temblar, porque la nada que ella condensó en el título de su novela, coincide con la nada que, de diversos modos, vienen proclamando las más características manifestaciones literarias de otros países. Ingenuamente, Carmen Laforet cifra en ese título la actitud espiritual del existencialismo que, filosofía en Alemania, se ha hecho invención narrativa en Francia para alcanzar fulminante boga. Lo que J.P.Sartre, por ejemplo, está realizando sobre base filosófica y con una conciencia estética muy refinada, reviste la misma significación profunda contenida ya en esta obra juvenil, escrita en forma directa y no sin algunos tropiezos de la pluma, por una muchacha de veintidós años, que expresaba sus experiencias inmediatas de la vida cuando todavía la guerra mundial estaba indecisa y Francia ocupada por fuerzas de invasión.

Lo que es una evidencia de significación terrible. 


Francisco Ayala 
"Testimonio de la Nada"
Realidad, Revista de ideas. 
Enero-febrero 1947. Vol.I Buenos Aires págs. 129-132 









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