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1332. Calles de Madrid

Calle Mayor (Madrid) tras un bombardeo


Lo que yo quiero contarte, lector, esto de que aquí he de dar noticia, ha de parecerse forzosamente a un cuento. Un cuento fantástico y extraordinario, ya que es referencia y testimonio de una superación, inédita hasta hoy, llevada a término por la realidad estricta, sobre la más desenfrenada fantasía.

Esta realidad modeladora de disciplinas y obediencias, que deben trascender de nuestro Madrid excelso a todos los ámbitos de la España nuestra, es una realidad de acero, dura como la guerra a que nos llevó la sublevación cerrileclesiásticocapitalistamilitar; por eso nuestro hacer, para tener eficacia, ha de estar empapado de rezumo bélico y su destilación, concretada en disciplina y obediencia plenas al poder legítimo que en la guerra nos guía.

Un empaparse en guerra y darse cuenta de esta guerra enorme, es ir a esa realidad madrileña superadora de fantasías. Mirad. Parece un cuento. Un cuento que se pinta en la retina entrando por el oído. Porque es ahora en este instante en que caminamos por las calles céntricas de nuestro Madrid, cuando un silbar lejano nos sorprende; una avispa musical de velocidad rara se acerca, pero la imagen cae despanzurrada por el mismo sonido que la motivó, que crece y se abre ya en embudo glotón de tuétanos, avasallador, como esa imagen que en la pantalla se agranda y se nos viene encima: un estampido redondo; un agujero en la fachada; humo; nada más. Otro zumbar grave, en andante maestoso (pobre niño, se le ha caído la botelluca del aceite y mira lloroso la mancha que se extiende por el suelo. Toca el roto vidrio; moja el dedito en el charquillo de su aceite; busca un imposible en los ojos de los transeúntes; nada más). Un grueso estampido, en árbol, como arrancado de la tierra, y con formidable calderón. Ojos atónitos; llamas y humareda. Y más: Los cielos se rayan de motores y se agujerean de ametralladoras. Un avión resbala y, como pájaro tocado, vuela rápido perdiendo altura, tratando de ganar las afueras llanas. Y los ojos y los pechos se abren en ansias libertadoras.

Pero esto es en el corazón de la ciudad, donde unas cigüeñas invisibles, tableteando el pico, dejan nubecillas en el azul y riegan las calles de metralla.

iPero esto es las calles céntricas de la ciudad !, y hay otras.

¡Otras calles del alma!, del alma nuestra, y de la de ese excelso ciudadano de la República que murió en ellas, rompeolas de la barbarie, para que nosotros podamos seguir viviendo. (Que no nos avergoncemos de seguir viviendo. ¡Por tu memoria, ciudadano de la República!, que mi deber no me lo cumpla nadie).

Abrid los ojos y venid a estas calles, hombres libres de España y del mundo.

No temáis los medrosos, porque no hay nadie en ellas, ¡nadie !, oídlo bien —¡qué rabia y qué dolor !—, nadie.

El pie en la soledad. Pero a conciencia de que se huella sobre la soledad y de que uno está —ahora— solo, centinela o vigía, o colector de sensaciones que pregonar —¡oh pobre oficio!— al orbe entero, para que sirvan de testimonio y loor por los hermanos combatientes.

El permiso de guerra que va en el bolsillo y sirvió para llegar hasta estos ámbitos crece desmesuradamente como señal de amparo, tabla que sueña el náufrago en la tamaña soledad. Hay miedo. No a los tiros del frente próximo y que nos enfilan difícilmente en las calles transversales, sino miedo al Miedo, a la idea de miedo, a ese embarullarse consigo mismo, a esa indecencia. Por esto la señal de amparo que absurdamente comenzó a motivar el permiso de guerra, como lo hubiera motivado cualquier cosa, pues estos fenómenos miedosos y puramente subjetivos toman asidero en el saliente más a mano, se desdibuja y borra, al fin, dominado por un concepto del deber que viene, erguido el pecho, por esta soledad calle adelante. Y este sí que es un magnífico amparo, aun en relación con el posible salto al más allá. ¡Esto sí! Y uno se dice mentalmente, con el gran cordobés: «Oh bienaventurado refugio a cualquier hora».

Porque no hay nadie, ¡nadie!

(Por aquí pasaron los aviones negros).

Y yo os juro, amigos, que no vale, para dar idea de estas calles, el más exacto documento fotográfico, ya que la placa registra lo que hay, pero no la nada y el vacío. 

¡Esta nada emergiendo de raros escombrales!

Porque no importa la superación subrealista comprobada al ver que la vaca voló por los tejados, descansando su cabeza en ese balcón, donde sus ojos dulces recogen el paisaje solitario. No importa esa cama inclinada sobre un abismo de tabiques deshechos, y que guarda aun la huella de los cuerpos. Ni la ropa huera colgada de una percha a treinta metros del solar. Ni la muñeca, que se quedó, por los pelos, en la vigueta retorcida. Ni este mal retrato, incólume, de un señor con uniforme, barba y condecoraciones —jugarreta máxima, no tocar esa barba, embozo despistante, ni la chatarra que colorea en el pecho, y en cambio desnudarle del vestido de tabiques que cubría sus vergüenzas—. Y tantas cosas más que no importan.

Porque lo importante es la Soledad abandonada de la calle, donde los pasos parecen traducirse al infinito. Lo sobrecogedor es este silencio yacente por el que se camina; la estela cristalizada del estupor tremendo y desamparo enormísimo de aquel momento en que la muerte entró raziando hogares.

Y en el fondo de esa nada se esculpen multitud de gestos nunca vistos, verdaderos repentes de actitudes coaguladas en el instante vital en que las cogió el Espanto.

Porque aquí se ve la huella de la sandalia trágica del Espanto.

(Imaginad que un trozo de mundo es asesinado, repentinamente, mientras discurre su vivir: el ojo quedará atónito como un blanco; el beso, como un esputo que se heló en los labios, y el ¡ay! como una cinta de cuarzo entre la roca.)

Pero cuando el silencio es perforado por los disparos de cercano frente; cuando se escucha que el aire entra y sale por ventanas y balcones de casas, como por los huecos vacíos de una calavera; cuando el portazo suena y sobrecoge al dar cuenta en su golpe del supremo abandono de tanto y tanto hogar, se alza en medio, como monolito indestructible, el espíritu claro de los defensores de nuestro Madrid.

Entre las ruinas ejemplares, ¡salud a ellos!


Antonio Porras
Hora de España III
Valencia, Marzo  1937








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