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1190. Una trinchera de un millón de seres inermes

Aquel mismo día 17 de noviembre sufrió Madrid el bombardeo aéreo más terrible que se había conocido hasta entonces. Más de un centenar de edificios destruidos o incendiados. Cuatrocientos muertos. Novecientos heridos. El mando rebelde creyó que si a las vacilaciones del frente se unía la desmoralización fulminante de la retaguardia aterrorizada el triunfo era seguro. Pura táctica de guerra total. Se equivocaron los rebeldes. Este fue el segundo error cometido por Franco ante Madrid.

El vecindario madrileño soportó la dura prueba con un estoicismo y una serenidad insospechables. Empezaron los bombardeos al apuntar el día. A las diez de la noche hicieron los trimotores rebeldes su última incursión, en la que arrojaron principalmente bombas incendiarias: aquella noche ardió Madrid por los cuatro costados. Sucumbieron el palacio del duque de Alba, la Diputación Provincial, el Teatro Cervantes, el Cine de la Ópera, el hotel Savoy, el mercado del Carmen y en total más de un centenar de edificios sitos en las calles de Fuencarral, Desengaño, Carrera de San Jerónimo, Alcalá, Avenida del Conde de Peñalver, Caballero de Gracia, Montera, Preciados, Mayor y otras muchas de las barriadas de Vallecas, Cuatro Caminos y Tetuán. En la Puerta del Sol una bomba hundió el pavimento y dejó al descubierto el túnel del Metro. La mortandad fue horrible, el daño material incalculable. El efecto moral, nulo. La teoría de la guerra total falló en Madrid aquella noche.

Un millón de personas no combatientes sintió la guerra llegar hasta sus hogares. La alcoba más escondida fue como la trinchera más avanzada del frente. Refugiados en los sótanos, millares de seres inermes fueron sometidos a la dura prueba que antes se reservaba al arrojo y al heroísmo de los guerreros. Madrid era una inmensa trinchera ocupada por tiernas criaturas, débiles mujeres e inofensivos ancianos que un enemigo implacable batía furiosamente. En los sótanos de los grandes y sólidos edificios del centro se apiñaba para resguardarse del bombardeo constante una inmensa muchedumbre sobrecogida por el terror; solo en los sótanos del edificio de la Compañía Telefónica, el más alto de Madrid, estuvieron refugiados durante toda la madrugada más de seiscientas personas. Los vecinos de las casas humildes de dos o tres pisos a lo sumo, que las bombas podían perforar hasta los cimientos, se apelotonaban como borregos en la planta baja de cada casa impulsados únicamente por ese instinto animal que junta a los rebaños en los momentos de peligro.

Fue tan intenso el bombardeo que llegó un momento en el que los madrileños ante la magnitud del estrago permanecieron impasibles. Ensordecidos por las tremendas explosiones y alucinados por las llamaradas de los incendios, presenciaban la catástrofe con ojos atónitos. Si echaban agua para sofocar el fuego producido por las bombas incendiarias veían estupefactos que las llamas crecían con el agua por la naturaleza, para ellos desconocida, de la materia que provocaba la combustión. Si se metían en los refugios corrían el peligro de quedar sepultados por las explosiones de bombas enormes que hundían totalmente los edificios. Entre el estruendo de las bombas, el resplandor de los incendios innumerables, el grito herido de las sirenas de alarma y el tañido siniestro de la campana de las ambulancias, Madrid vivió una noche apocalíptica. Los incendios, como antorchas gigantescas, teñían el cielo con un resplandor rojizo. Desde las alturas próximas a Madrid, donde tenían sus avanzadas, los rebeldes pudieron contemplar a placer el espectáculo terrible que su furia había provocado.

El alba lívida del día siguiente alumbró un Madrid espectral, silencioso, poblado de seres inmovilizados por el terror que contemplaban fríamente el estrago. Las negras humaredas de los incendios subían derechas al cielo cubierto de nubes plomizas. El frío helaba el agua arrojada sobre los incendios que hacía grandes charcos en las calles. Sentadas al borde de la acera, con la mejilla entre las palmas de las manos, las pobres gentes que se habían quedado sin hogar permanecían insensibles ya al dolor y a la inclemencia. Nadie se quejaba. Nadie hería con sus gritos de desesperación el trágico amanecer silencioso. Frente a los ingentes montones de escombros humeantes unos espectros macilentos vagaban con los ojos desorbitados buscando sin esperanzas ya al ser querido que allí había quedado sepultado. Solo las campanas estridentes de las ambulancias que seguían trasegando heridos osaban romper el silencio glacial de aquel amanecer pavoroso, ¡cuatrocientos muertos! Por la tarde, los cortejos fúnebres cruzaban a pie las calles detrás de unas parihuelas en las que los pliegues de una sábana dejaban adivinar el perfil aguzado del cadáver. Se habían acabado los ataúdes y los hombres volvían a la tierra envueltos en un sudario.


La vida continúa.

Pero la vida vuelve por sus derechos apenas pasada la terrible prueba y el vecindario madrileño recobra pronto su buen ánimo. Diríase incluso que a raíz de una de estas hecatombes la vitalidad de los supervivientes se exacerba. Hay, en efecto, una alegría en las caras de los transeúntes que dejan traslucir el júbilo inmenso que sienten por estar aún vivos. «¡Alegrémonos —parece que dicen—; todo lo que vivamos de aquí en adelante será de añadidura!». Las mismas gentes cuyas casas han quedado destruidas por las bombas o los incendios no recatan su júbilo diciéndose: «¡No importa! ¡Estamos vivos! ¡Ya tendremos otra casa!». Solo los que han perdido algún ser amado lloran silenciosamente entre los montones de escombros.

En las calles se amontonan los muebles y las ropas salvados del fuego y los derrumbamientos. Hay que prohibir el tránsito de vehículos por muchas calles en las que las casas heridas por las explosiones amenazan derrumbarse a la menor vibración. Cerca del Ministerio de Hacienda el fuego consume lentamente una manzana de diez casas en una de las cuales había unos grandes depósitos de productos farmacéuticos.

Pera la vida recobra pronto su ritmo normal. Después de aquella terrible noche nada podrá ya sobrecoger el ánimo de los madrileños. Los cañonazos caen todas las tardes de tres a cinco sobre el centro de Madrid. Las balas perdidas que llegan de la Moncloa y la Ciudad Universitaria han matado a más de un transeúnte en la misma Gran Vía y alguna vez, una pobre mujer ha sido víctima del plomo que entraba por la ventanita de su cocina.

El lejano estrépito de la fusilería, las ametralladoras y los morteros llega confusamente desde el frente hasta el centro de Madrid, cuyos habitantes se acostumbran al fin a aquel ruido lejano que sirve de acompañamiento a sus quehaceres domésticos. En la distancia, el estruendo del frente es un sordo rumor que recuerda el manso ruido del puchero puesto a hervir a la lumbre del hogar. «La olla», lo llaman los madrileños. El confuso bordoneo del puchero en ebullición, lo que Dickens llamaba «El grillo del hogar», ha sido sustituido para los madrileños por ese acompañamiento constante de miles de detonaciones que en la distancia se funden en un monótono gorgoteo.

Los bombardeos aéreos continúan, pero ya el vecindario de Madrid se ha acostumbrado a ellos, los acepta como algo fatal e incluso se atreve a comentarlos con buen humor. Ordinariamente vienen a bombardear tres trimotores, grandes, panzudos y pintados de negro. Los madrileños ya los conocen y les han dado el remoquete de «Las tres viudas». Al avión que habitualmente bombardea Madrid al amanecer le llaman «El churrero». Para mantener el estado de alarma constante en la población civil el mando rebelde ha dispuesto que durante toda la noche se vayan relevando los aviones que por turno bombardean Madrid sin interrupción. Como los madrileños ven que apenas se va un avión viene otro, han deducido que se trata de dos aparatos que alternan en la terrible tarea y les ha bautizado con los nombres de «Otto» y «Fritz», dos protagonistas de todos los chascarrillos alemanes. Siguiendo sus evoluciones comentan resignados: «Ya se ha marchado Otto; ahora vendrá Fritz».

Cada vez impresionan menos los bombardeos aéreos. Cuando suenan las sirenas de alarma la gente no se precipita ya para meterse en los refugios. Si alguno corre asustado no falta nunca un ciudadano «consciente» que se lo reproche como una debilidad: «No corras tanto, hombre. Si no pasa nada. Si a lo mejor son aviones nuestros».

Siempre que aparecen aviones en el cielo de Madrid hay grupos de madrileños que se quedan en las esquinas siguiendo con la vista sus evoluciones con la esperanza de que sean de la República y no de los franquistas.

—¡Son nuestros, son nuestros! —grita entusiasmado un optimista.

—¡Qué van a ser nuestros, si son seis!

—¿Es que no tenemos nosotros seis aviones?

—¡Qué te crees tú eso!

La primera explosión corta la disputa.

—¡No eran nuestros! —dice desconcertado el optimista. Pero reponiéndose acto seguido sujeta por el brazo a su amigo que ya corre hacia el refugio y todavía se atreve a decirle:

—¡Espera! Verás cómo ahora salen nuestros cazas a perseguirles.

Y este optimista incorregible que es el ciudadano madrileño se queda plantado en el centro de la calle esperando inútilmente a que aparezca en el cielo de Madrid una escuadrilla republicana. Que no aparece.

Las víctimas de estas imprudencias son muchas y el general Miaja tiene que dictar un bando por el que se obliga al vecindario a meterse en los refugios tan pronto como suenen las campanas de alarma. Pero lo cierto es que ni siquiera el mismo general Miaja cumple sus propias prescripciones. En la tarde del mismo día 17 se hallaba presidiendo la reunión de la Junta de Defensa en el piso alto del Ministerio cuando los aviones rebeldes bombardeaban Madrid. Una de las bombas cayó en un patio interior del Ministerio y la voz de Miaja que había quedado cortada por el estruendo de la explosión continuó oyéndose en el mismo tono unos segundos después mientras los miembros de la Junta se rebullían inquietos en sus sillones que no se atrevían a abandonar. Las bombas de los rebeldes iban contorneando el edificio mientras Miaja seguía impertérrito su peroración. Fue preciso que el teniente coronel Rojo entrase en el salón a exigir al general Miaja el estricto cumplimiento de las disposiciones dictadas para los casos de bombardeo. Al pasar de su despacho a los sótanos vio el general a uno de sus ordenanzas que permanecía en el portal al descubierto y se puso a amonestarle furioso por la misma falta que él estaba cometiendo.

Las ordenanzas preventivas eran inútiles. Un día la aviación republicana presentó batalla a los aviones rebeldes y en el cielo de Madrid se desarrolló ante los ojos de millares de espectadores el combate aéreo más importante que hasta entonces había habido en el mundo. Setenta y dos aviones tomaron parte en aquel encuentro que desde las calles, las plazas y las azoteas presenciaban los madrileños a despecho de las ráfagas de plomo de las ametralladoras que hasta ellos llegaban.

Los bombardeos aéreos del casco de Madrid llegaron a ser un hecho normal y cotidiano. Alguna vez las bombas caían sobre los hospitales o las embajadas y entonces se alzaba en el mundo un vago rumor de protesta que acallaba pronto. Y la matanza de seres inocentes continuaba un día y otro…


«Ustedes quieren que me coja el toro»

Aquel noviembre en el que Miaja tuvo que ir al frente a contener pistola en mano a los que huían y cuando los rebeldes volcaban sobre Madrid toneladas de explosivos y bombas incendiarias, el Gobierno de Valencia, celoso de su autoridad, insistía una vez más en que el general abandonase la capital y fuese a comparecer ante el señor Largo Caballero para rendirle cuentas de su actuación.

Miaja se excusaba diciendo por el teletipo: «Acabo de llegar del frente, donde he resultado ligeramente herido y donde han perecido varios hombres de mi escolta, pues la situación era gravísima. Me es imposible salir de Madrid en estos momentos».

Pero como su lealtad al Gobierno de la República no le permite negarse en redondo al cumplimiento de las órdenes que se le dan, por erróneas y perjudiciales que le parezcan, dos días después marcha al aeródromo dispuesto a trasladarse a Valencia. Por orden del Gobierno se pone a su disposición un trimotor cuya velocidad no excede de los ciento cincuenta kilómetros por hora. Miaja se niega a trasladarse en tal aparato y comunica a Largo Caballero, siempre por medio del teletipo:

«He estado en el aeródromo para trasladarme a Valencia, pero el aparato que me destinaban no estaba en condiciones para hacer el viaje con alguna seguridad. No obstante he visto salir a un jefe de aviación en un aparato rapidísimo. Tengo que comunicar a Vuecencia que no voy en esas condiciones».

Y, castizamente, agrega:

«A menos que quieran ustedes que me coja el toro».  


Manuel Chaves Nogales
La Defensa de Madrid - Capitulo IX


La Defensa de Madrid es una recopilación de dieciséis artículos periodísticos de Manuel Chaves Nogales publicados en dieciséis entregas semanales, entre el 5 de agosto y el 22 de noviembre de 1938 en la revista mexicana Sucesos para todos bajo el título Los secretos de la defensa de Madrid con ilustraciones de Juan Helguera. En 1939 fueron publicados en el diario británico Evening Standard bajo el título de The Defender of Madrid, en doce entregas, del 16 al 28 de enero.

María Isabel Cintas Guillén , tras un exhaustivo trabajo de investigación, reunió los artículos en un libro publicado en 2011, editado por Renacimiento.







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